El señor del bigote. Ponencia sobre Autoría. Muestra de Autores Contemporáneos de Alicante 2016.

EL SEÑOR DEL BIGOTE

«El hombre está fuera de la casa y mira hacia el espectador. Es enorme, casi tan grande como ella, casi tan alto y ancho como la casa. Su cabeza es gigantesca. Abre la boca como en un rugido. Su pelo es rizado. Es un contraste extraño: pelo ensortijado de ángel sostenido por unos ojos desorbitados y una boca abierta y amenazante. Muestra los dientes. Ah, no, un momento… no son dientes… es, en realidad, un bigote mal dibujado.»

No soy autora.

Lo lamento.

Lamento también la imagen de mi misma como oportunista e inconsciente que, tal vez, en este momento, esté transmitiendo. En todo caso, estoy acostumbrada a labrarme enemigos que lo son atendiendo a esa imagen: a la imagen que no soy.

No tengo textos publicados. Nadie me hace encargos de escritura. Nunca he ganado dinero con mis propias frases. Y, sin embargo, aquí estoy. Encarnando un papel que siento que no me pertenece. Un lugar que son palabras mayores. Muy mayores. Así que no me queda otra que aprovechar la ocasión de forma coyuntural. Y hacerlo como en otras ocasiones, también brindadas sin esperarlo, lo he hecho: intentando exorcizar mi propia herida.

Si fuera autora lo sería en la medida en que me lo otorgara mi amor a las palabras. Un amor que creo que cualquiera siente cuando descubre que hay un montón de cosas que sólo ellas pueden expresar. Sé que esto suena a Perogrullo, pero en mi trayectoria artística fue un descubrimiento nuclear.

Durante muchos años mi trabajo escénico, siempre vinculado a la investigación, se centró en lo corporal, en la plástica del movimiento y el encuadre, en lo que hoy han dado en llamar «dramaturgias de la imagen»: me obsesionaba aproximarme al teatro como lo hacía a la pintura al óleo. Sólo me preocupaba crear un sistema de signos visuales en cuya interpretación el espectador encontrara la reflexión. La imagen como dueña y señora de la narración. La imagen física ocupando el centro. Mi avidez creativa persiguiendo a artistas como Matthew Barney o William Forsythe. Pero, aun así, siempre la palabra se escapaba y aparecía en algún momento. Aparecía para explicar aquello que, a pesar de mi empeño y mis obsesiones,  no era capaz de contar mediante la imagen.

A fuerza de una frustración sistemática entendí algo básico: que ambas, imagen y palabra, son complementarias. Y entendí que, en mi caso, ambas, por separado, son incompletas.

Descubrí que las palabras también pueden transformarse en escena en algo matérico, que pueden crear densidades casi tangibles. Que la palabra pronunciada puede hacerse física; que si se la trata de forma apropiada puede hacerse carne y presencia.

Cuando me enfrenté como directora a mi primer proyecto grande (bueno, grande para mí… de medio formato para la mayoría) decidí hacer una adaptación de Las amistades peligrosas a la que titulé Merteuil, en honor a la marquesa protagonista del relato. Fue un encargo para el ya fallecido Festival VEO. En aquella época había descubierto el cine expresionista alemán y estaba fascinada. La mayoría de las escenas del montaje fueron trabajadas en ese código, mudo y expresionista, y los intérpretes hicieron un exhaustivo trabajo de investigación corporal para rescatar esa textura y cualidad de movimiento. Pero otras escenas fueron construidas únicamente sobre el texto, sobre fragmentos rescatados directamente de las cartas que forman la novela. Y fue en esta parte del trabajo que me obsesionó por encima de todo privilegiar la belleza de las palabras, no sólo lo que contaban. Recordaba el espléndido doblaje al castellano de la película de Stephen Frears. Recordaba aquellas voces transitando por las palabras como paladeándolas, con placer, como si tuvieran un sabor exquisito. Las palabras cayendo sobre un colchón de terciopelo, rebotando y regresando a la partitura suspendidas. Sé que es muy cursi esta imagen del terciopelo y el sabor, pero es que realmente no puedo describir de otra manera el estado que me generó escuchar aquel texto. La palabra como forma. Forma y contenido escindidos, disociados. La belleza.

Desde entonces he trabajado en muchas ocasiones adaptando, a mi manera, textos de la literatura universal. Me resulta especialmente interesante convertir en material escénico aquello que, a priori, no lo es. Y junto a este interés, convive en mí el placer de apropiarse indecorosamente de las palabras de otro para modificarlas y contar lo que quiero contar. Un corta y pega sagrado, adictivo e imparable. En los últimos talleres de creación escénica que he impartido he pasado por Kafka, Bolaño, Joseph Conrad y algunos ilustres más. También creé una pieza en el 2012, Abismo, basada en El lobo estepario de Hermann Hesse.  

¿Y si no soy autora, pero sí usurpadora? ¿Usurpadora del talento de otros, del talento de aquellos que tuvieron el espacio y la ocasión para mostrarlo al mundo y legarlo?

Por desgracia, el famoso principio enunciado por Woolf sigue teniendo vigencia: es necesaria una habitación propia para ejercer de autora. Es necesaria una seguridad espacial y económica. Es necesario disponer del espacio, del tiempo y de los medios para disfrutar de la posibilidad de decirse y de la oportunidad de hacerse oír. Y, por desgracia, también, ese espacio sigue siendo angosto para nosotras. La habitación es tan pequeña que resulta profundamente incómoda e, incluso, dolorosa.

A veces es menos arduo, simplemente, echar una mirada a las habitaciones contiguas. Por mi personal interés artístico, pero en parte también por falta de ese espacio propio, además de utilizar herramientas inmediatas y accesibles como el cuerpo y la imagen, he acudido recurrentemente a esas palabras ya dichas por aquellos que han tenido oportunidad de decirlas. Palabras que, inevitablemente, he tenido que retorcer para que me dijeran a mí. Autora o usurpadora, he sido traductora de un legado ajeno. Si soy autora, a menudo lo he sido de segunda mano.

Cuando llegó el momento de construir El Gran Arco, único montaje del que sí puedo decir que el texto es mío (en coautoría con mi compañero de escena Àngel Fígols), el primer terror al que tuve que enfrentarme fue el tremendo respeto que siento hacia aquellos que han hecho de la escritura su oficio o uno de sus oficios. Escribir me parece enormemente difícil. Componer a partir de las palabras, crear un mundo, todo un universo que articule y fluya sin estorbos. La escritura me parece una tarea inefable y exquisita.

La idea del montaje rondaba en mi cabeza desde hacía años, desde que me encontré por casualidad con la escultura de Louise Bourgeois El arco de histeria. Llevaba mucho tiempo recopilando información en torno al tema de la histeria y la neurosis sin saber cómo darle forma. Hasta que decidí encontrarme con Àngel en una sala de ensayos para convertir en materia, ya de una vez, aquello que estaba sólo en la teoría. Y fue al empezar a improvisar que descubrimos que una forma de contar lo que queríamos contar era contextualizarlo en una relación de paciente y psicoterapeuta. Comenzamos estas improvisaciones intentando dejar la teoría atrás y abordándolas desde el juego, desde las situaciones más sencillas. Fueron estas situaciones, a primera vista insustanciales, las que revelaron nuestras angustias y nuestros miedos más profundos; las que revelaron que El Gran Arco sólo se construiría si conseguíamos hacer escénico nuestro dolor, que sólo podíamos crear la pieza desde la exposición de nuestras magulladuras y de nuestras tristezas.

Decidimos comenzar a grabar las improvisaciones, algunas de ellas larguísimas, y a transcribir el texto que se creaba en ellas de forma espontánea, no elaborada. Así me convertí en adaptadora de mis propias palabras improvisadas. Pasé de adaptar a Hesse a adaptarme a mí misma.

Nos pusimos a escribir transcribiendo un montón de palabras descontroladas pero cargadas de emoción y de inconsciente. Nos iniciamos en la escritura dándole forma a lo ya dicho.

Este sistema de improvisación, grabación y transcripción, nos permitió construir el texto como una partitura de frases cortas que se dicen a toda velocidad y componen una especie de partida de pimpón. Cada escena es casi una secuencia numérica que requiere siempre el mismo patrón rítmico. Y aquí radica la dificultad para nosotros como intérpretes: reproducir un estado emocional, que es el que desvela la verdad, dentro de un tempo perfectamente establecido y que no permite disonancias. Las palabras como notas musicales sosteniendo una emoción que, en muchas ocasiones, las contradice.

Los ensayos avanzaron y cuando nos dimos cuenta de que la dinámica que habíamos creado era la de hablar sobre lo circunstancial y anecdótico para, de forma subrepticia, contar nuestra oscuridad y nuestro dolor, ya era demasiado tarde.

Hacemos teatro para intentar controlar el dolor ineludible. Hacemos teatro para amar. Hacemos teatro porque queremos desesperadamente que nos amen. Somos autores de nuestra desgracia.

«El hombre está fuera de la casa y mira hacia el espectador. Es enorme, casi tan grande como ella, casi tan alto y ancho como la casa. Su cabeza es gigantesca. Abre la boca como en un rugido. Su pelo es rizado. Es un contraste extraño: pelo ensortijado de ángel sostenido por unos ojos desorbitados y una boca abierta y amenazante. Parece mostrar los dientes, pero en realidad es un bigote mal dibujado. Tiene los brazos extendidos, como si gritara, y mira de reojo hacia la casa. Da mucho miedo. La casa es de tres pisos. En el primero vemos la puerta y a dos mujeres que asoman cada una por una ventana. En el segundo piso vemos a dos niñas cogidas de la mano, una más grande que la otra. En el tercer piso a un perro que sonríe. El segundo y tercer piso son transparentes, de forma que vemos completos los cuerpos de las niñas y el perro. Fuera de la casa, el resto del espacio desde el cielo hasta el suelo, está lleno de pájaros que son emes con una bolita en el centro a modo de cabeza. Junto a la casa, en la parte inferior del dibujo, hay tres peces geométricos que también sonríen.»

El hombre del bigote es mi padre; las mujeres del primer piso son mi madre y su amiga; las dos niñas del segundo piso somos una amiga y yo, que soy la de menor tamaño, y el perro del tercer piso es Rocco, el perro de la familia. Todo esto lo sé porque mi madre apuntó sobre el dibujo los nombres de cada personaje después de que yo los pintara. Tenía cuatro años. Los trazos son crispados, no hay colores en el dibujo y en el centro hay un borrón alargado, un tachón que parece hecho en un ataque de rabieta.

Cuando lo encontré de casualidad en un cajón en casa de mis padres sentí cómo el peso de la revelación caía sobre mí. Entendí que en 1976 ya me había encontrado con mis horrores. Entendí por qué siendo tan pequeña ya sufría de insomnio y me iba a clase sin dormir y acompañada por las sombras.

Supongo que en este dibujo está todo. El comienzo del miedo. El principio del abismo y el abandono.

A mis alumnos les digo que no pueden acercarse al teatro si no tienen algo que denunciar, si no hay algo que les escuece profundamente, si no tienen una herida que narrar. Yo soy autora de la narración de mi herida. Soy autora de intentar poner en escena la incomprensión que me produce el dolor, a veces infinito e insoportable. La incomprensión que me produce la sensación de abandono que siempre, siempre, me acompaña. La quemadura que me produce no entender por qué tanta gente se acerca para luego marcharse, como si yo fuera algo insuficiente e incompleto, como si no pudiera ofrecer nada hermoso y pleno. Siempre recordando espaldas y siempre mi corazón roto. Siempre a la búsqueda del éxito (o del fracaso, que al final son exactamente lo mismo). Siempre a la búsqueda del amor. Con el señor del bigote y los ojos desorbitados en mis pesadillas y el anhelo de un instinto salvador y sonriente en forma de perro.

Y Abismo y El Gran Arco y Marlow… todas estas piezas hablan del amor y el dolor. Todas narran mi dolor. Y cuando digo «mi dolor», no pretendo mostrarlo como único, no pretendo otorgarme ningún estatus de persona diferente: sé que es el de todos, sé que a todos nos atenaza. Sé que la creación artística lleva toda su historia intentando dar respuesta al porqué del sufrimiento. Sé que no soy una sufriente especial.

Sólo insisto porque he entendido que es mi único objetivo como creadora, como autora (creo que a estas alturas ya puedo utilizar esa palabra): la reflexión sobre el porqué del hombre del bigote y de la mujer quebrada por un arco. Y no voy a cejar en el empeño. No puedo. O hablo de mis tinieblas o no hablo.

Sé que una mujer creadora triste y enfurecida es algo feo. Han dicho por ahí que no nos sienta bien a las mujeres esto de trabajar con lo oscuro y lo abyecto. Es incómodo. No es amable de presenciar. Lo vivo en mis propias carnes: recibo muchos más halagos por mis trabajos de actriz, aunque sean mediocres y rutinarios, que por mi faceta de directora, a pesar de que esta última es mucho más extensa y está compuesta por casi una veintena de montajes. Según algunos, estoy mejor en este lugar controlado de la interpretación que en el de creadora airada que escupe sus demonios. Pero creo que llevamos tanto tiempo las mujeres calladas, que ahora es imparable nuestra necesidad de gritar y escupir, nuestra necesidad legítima de revolver las tinieblas y de sacar a la superficie nuestra propia basura, nuestra pena y nuestra rabia.

Es precisamente este tránsito de lo personal a lo universal lo que hace que El Gran Arco funcione con el público de una manera tan directa y emocional. Hablando de nosotros hablamos de los demás. El dolor convertido en mito. La eterna búsqueda de la sanación como forma de construcción escénica. La búsqueda del amor como fin de toda expresión artística y estética. La búsqueda de Dios en la palabra y en la imagen representada.

 

Criatura. Has aprendido mucho desde que me creaste. Tu nuevo hijo era elegante, tanto de cuerpo como de extremidades. Apacible también, por lo que vi. Y aprendió más rápido que yo. Claro que él tenía un profesor.

Creador. Tenía un nombre.

Criatura. ¿Le diste un nombre?

Creador. Lo escogió él mismo. Se llamaba Proteo. (Pausa.) ¿Qué quieres de mí, demonio?

Criatura. ¿Así que ahora tengo un nombre? Y aun así, no me miras.

Creador. (Mirándolo.) ¿Qué quieres de mí?

Criatura. Ya sabes lo que quiero.

Creador. No me atormentes.

Criatura. ¿Y tú me dices eso?

Creador. Dímelo.

Criatura. En esta vida, hay necesidades que nos dominan. Comida, cobijo, calor. Incluso la poesía. Pero una de ellas destaca enormemente. Dila.

Creador. Amor.

Criatura. La cumbre de todo.

Creador. Nunca podré amarte.

Criatura. ¡No busco tu amor! ¡No busco lo que no está ahí dentro! Lloraría por ti, si hubiera aprendido a hacerlo. No. Busco… un compañero. (Pausa.) Mira alrededor. Haz tu elección. (Pausa.) Me harás un compañero inmortal. Una mujer. Como yo, eterna. Es lo que debes hacer, o mataré a todos los que amas. Y haré de tu día más brillante… tu noche más oscura.

Creador. ¿Pretendes amenazarme con la muerte? Si quieres amenazarme, hazlo con la vida.

Criatura. No me pongas a prueba, Frankenstein. No habrás conocido el horror, hasta que yo te lo muestre.

 

Este diálogo entre Víctor Frankenstein y su monstruo pertenece al capítulo 3 de la primera temporada de la serie Penny Dreadful.

Gracias por escucharme.

Por favor, no me juzguen por estas últimas palabras que acabo de usurpar.

Por favor, no me juzguen en mi exhibición.

Por favor, quiéranme.

No juzguen mi disección voluntaria.

Es sólo la necesidad de narrarme.

 

Eva Zapico

– Este texto ha sido escrito con la ayuda de Iñaki Moral, a quien le usurpo sin piedad su generosa y enorme amistad. –